Juan Morales Rojas (1918-1991) nació en Córdoba, ciudad que constituye la base de toda su andadura poética. Desde los ecos del más puro romancero popular el poeta ha sabido mostrar un entrañable cariño por Córdoba, sus pueblos y sus gentes.
Morales Rojas supo huir de «ismos» y consignas de grupo para moldear una obra propia, autentica y realista. Su estilo literario es lúcido, irónico, lleno de trascendente optimismo, humor suave y elegante, filosofía vital y cristiana en constante actitud dialéctica. Su obra es un mosaico multicolor de asuntos cordobeses recreados y vivificados por la magia sedosa de una poesía musical, fluida, rítmica, armoniosa y equilibrada en su métrica.
«Rapsodia», «Romancero de Toro y Torero», «Campo de Vista Alegre», «Poemas de la Tierra y del Tiempo y otros cantos de lírica esperanza» y «Rutas líricas de Córdoba» son algunos de sus libros en verso en los que el poeta ha sabido glosar el encanto de las tradiciones populares en vibrantes cantares y poemillas que rezuman amor y entusiasmo por su tierra natal.
En l988 publicó «Silencio de Pueblo y Pinos y otros poemas de vida y esperanza», conjunto de poemas compilados la mayoría de ellos a la sombra de los pinares de Cerro Muriano en los que refleja, a la manera machadiana, la profunda humanidad del hombre y el poeta ante el espectáculo insuperable de una naturaleza cargada de vivísima emoción y belleza. Su libro «Córdoba» ha sido traducido al francés, inglés y alemán.
Perteneció a la Real Academia de Córdoba. La ciudad de la mezquita tiene una calle y un premio de poesía que llevan su nombre. Más información en: https://www.alvaromorales.es
(Poema dedicado a la casa donde nació, calle Almanzor número 3, donde en la actualidad existe una placa conmemorativa con algunos versos de este poema)
Desconfiaba de mí
la dueña de aquella casa.
Yo, al patio, desde la calle
con insistencia miraba.
Mis ojos se humedecían.
El pulso se me agitaba
y, de pronto, la casera,
temerosa y desconfiada,
me preguntó qué quería,
me preguntó qué miraba.
Buena mujer, no se asuste,
Yo he nacido en esta casa,
he jugado en ese patio,
en él transcurrió mi infancia
cuanto se alegran sus ojos
con esas rosas de nácar,
fueron de mi buena madre
las manos que las plantaran
y hoy, por ella, en este patio
luz de sus perfumes canta,
Por las manos de mi madre
ahí quedaron albahacas
y un jazmín de diminutas,
olorosas flores albas,
¿Comprende por qué mis ojos
se me han llenado de lágrimas?
Esos jazmines brillaron,
bajo un pino, en losa blanca
a donde tiene mi madre
ahora su nueva casa,
No se asuste usted, casera,
si estoy rezando plegarias
frente a las rosas que un día
manos de mi amor plantaran.
¡No le sorprendan, casera,
mis ojos llenos de lágrimas!
(A Pepito Uruburu, mi alumno, muerto el día 16 de Mayo de 1946)
No tiene primavera
en los claveles rotos de sus labios,
En el lago azul de sus pupilas
los ríos tormentosos de las lágrimas
estallan desbordados...
Le duele la amargura de su boca
y la alegría de los niños sanos,
las canciones doradas del corro,
el himno vibrante a pleno sol cantado,
los atardeceres del Otoño
y las mañanas blancas del Verano.
Siempre está solo, alerta, entre los niños,
como una pequeña nubecilla,
en el ultimo banco...
Le tiembla siempre el pulso
al escribir.¿Y los labios!
Por el mar infinito de sus ojos
-siempre en postrera calma-
horribles tempestades traen flotando
los tiernos pensamientos-nebulosas
hasta la playa de sus labios...
Una mañana
su alma volará... Huirá de mis abrazos.
Huirá del himno ardiente y mañanero
a pleno sol cantado;
de la risa hecha luz, del sol
que ilumina la vida de los niños sanos;
del rincón casi oculto,
¡¡solitario entre tantos!!
A donde se consume lentamente
la triste lamparilla de su vida
¡en el ultimo banco!
Partirá cuando rebose la savia
en las flores de mayo;
cuando el otero
maquille su rostro de blanco;
cuando reviente el cauce de los ríos
en la grandeza del mar y por el campo
vaya corriendo la sangre generosa de la vida
en la promesa de los trigos dorados.
Partirá cuando se entornen dolientes sus pestañas,
entre la risa de lujuria irónica
de los almendros albos...
Entonces... sólo entonces la paloma
que tiene en el pecho un divino chispazo,
romperá para siempre su rictus amargo,
la cárcel pequeña que tiene por rejas
La ruina de unos tristes labios pálidos.
Entonces el joven radiante viajero
de celestiales mayos,
de estrellas y arroyos,
luceros y lunas,
canciones y pájaros...
emprenderá el camino de los sueños sin fin
hasta llegar, como el arroyo claro,
reventando de gozo y de frescura
a la grandeza del mar...
En los trigos dorados
del campo sideral,
las divinas amapolas angélicas
darán Vida Eterna a sus labios.
El Pan definitivo de la Vida brillará para él
mecido en las espigas celestiales
de los trigos dorados...
***
¡Aún le tengo delante!
¡Aún le veo... consumido, solo, alerta, entre los niños!...
como una débil nubecilla
¡en el ultimo banco!
Mi amada y vieja casa de la calle de los Judíos
dormía sobre el muro que la ciudad cerraba.
Tras ella un arroyuelo murmuraba tranquilo
bajo la dulce sombra de las higueras ásperas.
Yo soñaba en el muro;
a mis pies cantaba el agua...
Yo soñaba en el muro
cuando los ruiseñores despertaban al alba.
Cuando algunas palomas blancas
zureaban...
Y miraba a la sierra desde el muro
de mi amada y vieja casa.
Y mi patio tenía
una secreta columna enjalbegada.
Bajo la cal un sueño largo de siglos
en las vetas del mármol esperaba...
Hasta que un día mi padre
a la columna le lavó la cara
y al sol brillaron, en mi patio, divinos
jaspes de la Arabia...
Canarios y jilgueros
a la sombra de Agosto dormitaban...
Yo adoraba la siesta.
Yo su silencio y soledad amaba.
Mi patio y mis higueras, el muro y el arroyo
en luminosa orgía sesteaban.
Y para cantar versos
convertía mi garganta
en un laúd templado
en las jóvenes inquietudes de mi alma.
Y escuchaba el sopor de aquellos dúos
del arroyo y las chicharras
mientras bruma y calima
los lejanos cerros de Sierra Morena desdibujaban
y un romance de prisas monocordes
hacia el río, dulcemente, el arroyo entonaba...
Después gustaba de sentir en mi rostro
el calor de la tarde en el mármol de Arabia
y mis manos caricias prematuras
ensayaban,
igual que si la piedra
hubiese sido el talle de una guitarra
o la cintura mimbreña de una novia
o la acequia que esconde la frescura del agua...
***
Han pasado los años...
Nevó en los aladares del poeta que canta
¿Dónde fueron aquellas alegrías íntimas,
aquellas alegrías plácidas
del humilde arroyuelo,
de la siesta dormida, tórrida paz lograda,
mientras besaba el muro de canela
el rojo de los tomates que mi padre sembraba...?
***
Quizá siga durmiendo, entre las piedras,
con mi alma de niño, un suspiro de Arabia;
una casida bella,
una sangre de flora musulmana,
o la perenne flor, inmarchitable,
de una ilusión que se volvió nostalgia...
***
Mi amada y vieja casa de la calle de los Judíos.
¡Mi vieja casa siempre amada!
Esta perla que tiembla en mis pestañas...
¿Es acaso una lágrima?...
Guardo una vieja cómoda querida
que, desde niño, conocí en mi casa.
Es uno de esos muebles que emocionan,
Es uno de esos muebles que se aman.
Tiene tapa de mármol que fue un día
Por manos de mi madre acariciada,
Una gaveta chirriante y unos
Cajones que guardaban ropa blanca.
Fue hermana, en el ajuar del matrimonio
Con que mis padres amueblaron casa,
De mecedoras, sillas y lavabo,
Del sofá, del espejo y de la cama.
Guardo una vieja cómoda querida
que, desde niño, conocí en mi casa.
Hubo unos años en que el blanco mármol
Mi estatura de niño no alcanzaba
Y saltando delante de la cómoda,
Mi curiosa niñez, inquieta y ávida,
Se sentía feliz gozando apenas
Del olor del tabaco en la petaca
Que mi padre, al volver de su trabajo,
Cada tarde en la cómoda dejaba.
***
Al correr de los años, ya mis ojos
Contemplarla pudieron con nostalgia
Porque, acaso, en su mármol frío y duro
Pude escribir de amor alguna carta...
***
Hoy la cómoda vive entre los míos
Presentable, aunque vieja, acicalada:
Tiradores dorados, simetría
De dibujos... arrugas de su cara!
Y cuando yo la miro y la acaricio
Y llego, si estoy solo, hasta besarla
Olvidarme no puedo de que un día
Mi pobre madre se murió mirándola.
Guardo una vieja cómoda querida
que, desde niño, conocí en mi casa.