(Historieta rural)
Pedro Antonio de Alarcón
La acción comienza en Rota. Rota es la menor de aquellas encantadoras poblaciones hermanas que forman el amplio semicírculo de la bahía de Cádiz; pero con ser la menor no ha faltado quien ponga los ojos en ella. El duque de Osuna, a título de duque de Arcos, la ostenta entre las perlas de su corona hace muchísimo tiempo, y tiene allí su correspondiente castillo señorial, que yo pudiera describir piedra por piedra...
Mas no se trata aquí de castillos, ni de duques, sino de los célebres campos que rodean a Rota y de un humildísimo hortelano, a quien llamaremos el tío Buscabeatas, aunque no era éste su verdadero nombre, según parece.
Los campos de Rota -particularmente las huertas- son tan productivos que, además de tributarle al duque de Osuna muchos miles de fanegas de grano y de abastecer de vino a toda la población -poco amante del agua potable y malísimamente dotada de ella-, surten de frutas y legumbres a Cádiz, y muchas veces a Huelva, y en ocasiones a la misma Sevilla, sobre todo en los ramos de tomates y calabazas, cuya excelente calidad, suma abundancia y consiguiente baratura exceden a toda
ponderación, por lo que en Andalucía la Baja se da a los roteños el dictado de calabaceros y de tomateros, que ellos aceptan con noble orgullo.
(...)
Pues bien: el tío Buscabeatas pertenecía al gremio de estos hortelanos.
Ya principiaba a encorvarse en la época del suceso que voy a referir; y era que
ya tenía sesenta años... y llevaba cuarenta de labrar una huerta lindante con la
playa de la Costilla.
Aquel año había criado allí unas estupendas calabazas, tamañas como bolas
decorativas de pretil de puente monumental, y que ya principiaban a ponerse por
dentro y por fuera de color de naranja, lo cual quería decir que había mediado
el mes de junio. Conocíalas perfectamente el tío Buscabeatas por la forma, por
su grado de madurez y hasta de nombre, sobre todo a los cuarenta ejemplares más
gordos y lucidos, que ya estaban diciendo guisadme, y pasábase los días
mirándolos con ternura y exclamando melancólicamente:
-¡Pronto tendremos que separarnos!
Al fin, una tarde se resolvió al sacrificio; y señalando a los mejores frutos de
aquellas amadísimas cucurbitáceas que tantos afanes le habían costado, pronunció
la terrible sentencia:
-Mañana -dijo- cortaré estas cuarenta, y las llevaré al mercado de Cádiz. ¡Feliz
quien se las coma!
Y se marchó a su casa con paso lento, y pasó la noche con las angustias del
padre que va a casar una hija al día siguiente.
-¡Lástima de mis calabazas! -suspiraba a veces sin poder conciliar el sueño;
pero luego reflexionaba, y concluía por decir-: ¿Y qué he de hacer sino salir de
ellas? ¡Para eso las he criado! Lo menos van a valerme quince duros...
Gradúese, pues, cuánto sería su asombro, cuánta su furia y cuál su
desesperación, cuando al ir a la mañana siguiente a la huerta, halló que,
durante la noche, le habían robado las cuarenta calabazas... Para ahorrarme de
razones, diré que, como el judío de Shakespeare, llegó al más sublime paroxismo
trágico, repitiendo frenéticamente aquellas terribles palabras de Shyllock, en
que tan admirable dicen que estaba el actor Kemble:
-¡Oh! ¡Si te encuentro! ¡Si te encuentro!
Púsose luego el tío Buscabeatas a recapacitar fríamente, y comprendió que sus
amadas prendas no podían estar en Rota, donde sería imposible ponerlas a la
venta sin riesgo de que él las reconociese, y donde, por otra parte, las
calabazas tienen muy bajo precio.
-¡Como si lo viera, están en Cádiz! -dedujo de sus cavilaciones-. El infame,
pícaro, ladrón, debió de robármelas anoche a las nueve o las diez y se escaparía
con ellas a las doce en el barco de la carga... ¡Yo saldré para Cádiz hoy por la
mañana en el barco de la hora, y maravilla será que no atrape al ratero y
recupere a las hijas de mi trabajo!
Así diciendo permaneció todavía cosa de veinte minutos en el lugar de la
catástrofe, como acariciando las mutiladas calabaceras, o contando las calabazas
que faltaban, o extendiendo una especie de fe de livores, para algún proceso que
pensara incoar hasta que, a eso de las ocho, partió con dirección al muelle.
Ya estaba dispuesto para hacerse a la vela el barco de la hora, humilde falucho
que sale todas las mañanas para Cádiz a las nueve en punto, conduciendo
pasajeros, así como el barco de la carga sale todas las noches a las doce,
conduciendo frutas y legumbres...
Llamábase barco de la hora el primero, porque en este espacio de tiempo, y hasta
en cuarenta minutos algunos días, si el viento es de popa, cruza las tres leguas
que median entre la antigua villa del duque de Arcos y la antigua ciudad de
Hércules...
Eran, pues, las diez y media de la mañana cuando aquel día se paraba el tío
Buscabeatas delante de un puesto de verduras del mercado de Cádiz, y le decía a
un aburrido polizonte que iba con él:
-¡Éstas son mis calabazas! ¡Prenda usted a ese hombre!
Y señalaba al revendedor.
-¡Prenderme a mí! -contestó el revendedor, lleno de sorpresa y de cólera-. Estas
calabazas son mías; yo las he comprado...
-Eso podrá usted contárselo al alcalde -repuso el tío Buscabeatas.
-¡Que no!
-¡Que sí!
-¡Tío ladrón!
-¡Tío tunante!
-¡Hablen ustedes con más educación, so indecentes! ¡Los hombres no deben
faltarse de esa manera! -dijo con mucha calma el polizonte, dando un puñetazo en
el pecho a cada interlocutor.
En esto ya había acudido alguna gente, no tardando en presentarse también allí
el regidor encargado de la policía de los mercados públicos, o sea el juez de
abastos, que es su verdadero nombre.
Resignó la jurisdicción el polizonte en su señoría, y enterada esta digna
autoridad de todo lo que pasaba, preguntó al revendedor con majestuoso acento:
-¿A quién le ha comprado usted esas calabazas?
-Al tío Fulano, vecino de Rota... -respondió el interrogado.
-¡Ése había de ser! -gritó el tío Buscabeatas-. ¡Muy abonado es para el caso!
¡Cuando su huerta, que es muy mala, le produce poco, se mete a robar en la del
vecino!
-Pero admitida la hipótesis de que a usted le han robado anoche cuarenta
calabazas -siguió interrogando el Regidor, volviéndose al viejo hortelano-,
¿quién le asegura a usted que éstas y no otras son las suyas?
-¡Toma! -replicó el tío Buscabeatas-. ¡Porque las conozco como usted conocerá a
sus hijas, si las tiene! ¿No ve usted que las he criado? Mire usted: ésta se
llama Rebolonda; ésta, Cachigordeta; ésta, Barrigona; ésta, Coloradilla; ésta,
Manuela... porque se parecía mucho a mi hija la menor...
Y el pobre viejo se echó a llorar amarguísimamente.
-Todo eso está muy bien... -repuso el juez de abastos-; pero la ley no se
contenta con que usted reconozca sus calabazas. Es menester que la autoridad se
convenza al mismo tiempo de la preexistencia de la cosa, y que usted la
identifique con pruebas fehacientes... Señores, no hay que sonreírse... ¡Yo soy
abogado!
-¡Pues verá usted qué pronto le pruebo yo a todo el mundo, sin moverme de aquí,
que esas calabazas se han criado en mi huerta! -dijo el tío Buscabeatas, no sin
grande asombro de los circunstantes.
Y soltando en el suelo un lío que llevaba en la mano, agachóse, arrodillándose
hasta sentarse sobre los pies, y se puso a desatar tranquilamente las anudadas
puntas del pañuelo que lo envolvía.
La admiración del concejal, del revendedor y del corro subió de punto.
-¿Qué va a sacar de ahí? -se preguntaban todos.
Al mismo tiempo llegó un nuevo curioso a ver qué ocurría en aquel grupo, y
habiéndole divisado el revendedor, exclamó:
-¡Me alegro de que llegue usted, tío Fulano! Este hombre dice que las calabazas
que me vendió usted anoche, y que están aquí oyendo la conversación, son
robadas... Conteste usted...
El recién llegado se puso más amarillo que la cera, y trató de irse; pero los
circunstantes se lo impidieron materialmente, y el mismo regidor le mandó
quedarse.
En cuanto al tío Buscabeatas, ya se había encarado con el presunto ladrón,
diciéndole:
-¡Ahora verá usted lo que es bueno!
El tío Fulano recobró su sangre fría, y expuso:
Usted es quien ha de ver lo que habla; porque si no prueba, y no podrá probar,
su denuncia, lo llevaré a la cárcel por calumniador. Estas calabazas eran mías;
yo las he criado como todas las que he traído este año a Cádiz, en mi huerta del
Egido, y nadie podrá probarme lo contrario.
-¡Ahora verá usted! -repitió el tío Buscabeatas acabando de desatar el pañuelo y
tirando de él.
Y entonces se desparramaron por el suelo una multitud de trozos de tallo de
calabacera, todavía verdes y chorreando jugo, mientras que el viejo hortelano,
sentado sobre sus piernas y muerto de risa, dirigía el siguiente discurso al
concejal y a los curiosos:
-Caballeros: ¿no han pagado ustedes nunca contribución? ¿Y no han visto aquel
libraco verde que tiene el recaudador, de donde va cortando recibos, dejando
allí pegado un tocón o pezuelo, para que luego pueda comprobarse si tal o cual
recibo es falso o no lo es?
-Lo que usted dice se llama el libro talonario -observó gravemente el regidor.
-Pues eso es lo que yo traigo aquí: el libro talonario de mi huerta, o sea los
cabos a que estaban unidas estas calabazas antes de que me las robasen. Y, si
no, miren ustedes. Este cabo era de esta calabaza... Nadie puede dudarlo... Este
otro... ya lo están ustedes viendo..., era de esta otra. Este más ancho..., debe
de ser de aquélla... ¡Justamente! Y éste es de ésta... Ése es de ésa... Ésta es
de aquél...
Y en tanto que así decía, iba adaptando un cabo o pedúnculo a la excavación que
había quedado en cada calabaza al ser arrancada, y los espectadores veían con
asombro que, efectivamente, la base irregular y caprichosa de los pedúnculos
convenía del modo más exacto con la figura blanquecina y leve concavidad que
presentaban las que pudiéramos llamar cicatrices de las calabazas.
Pusiéronse; pues, en cuclillas los circunstantes, incluso los polizontes y el
mismo concejal, y comenzaron a ayudarle al tío Buscabeatas en aquella singular
comprobación, diciendo todos a un mismo tiempo con pueril regocijo:
-¡Nada! ¡Nada! ¡Es indudable! ¡Miren ustedes! Éste es de aquí... Ése es de
ahí... Aquélla es de éste... Ésta es de aquél...
Y las carcajadas de los grandes se unían a los silbidos de los chicos, a las
imprecaciones de las mujeres, a las lágrimas de triunfo y alegría del viejo
hortelano y a los empellones que los guindillas daban ya al convicto ladrón,
como impacientes por llevárselo a la cárcel.
Excusado es decir que los guindillas tuvieron este gusto; que el tío Fulano
viose obligado, desde luego, a devolver al revendedor los quince duros que de él
había percibido; que el revendedor se los entregó en el acto al tío Buscabeatas,
y que éste se marchó a Rota sumamente contento, bien que fuese diciendo por el
camino:
-¡Qué hermosas estaban en el mercado! ¡He debido traerme a Manuela, para comérmela esta noche y guardar las pepitas!