El quinto amo de Lázaro fue un buldero que engañaba a la gente vendiendo bulas. Después de unos meses Lázaro lo abandonó y siguió su camino.
El quinto amo que tuve fue un buldero(63), el más sinvergüenza y caradura que yo nunca haya conocido, que utilizaba ingeniosos modos y maneras para engañar a la gente.
En los pueblos donde iba a vender las bulas(64), primero regalaba a los clérigos y curas del lugar algunas cosillas de poco valor(65): una lechuga murciana, un par de limas o naranjas, un melocotón, un par de duraznos, o unas peras. Así procuraba tenerlos predispuestos para que favoreciesen su negocio y llamasen a sus feligreses a tomar la bula. Cuando trataba con los curas se informaba de sus conocimientos. Si veía que eran cultos, no
hablaba en latín para no meter la pata, al contrario utilizaba un fluido y gracioso romance(66). Si sabia que los clérigos eran de los reverendos(67) que se habían ordenado con más dinero que con letras, les hablaba dos horas en latín: al menos, lo parecía, aunque no lo era.
(63) Buldero o bulero. Funcionario autorizado para distribuir bulas y recaudar las limosnas que daban los fieles a cambio de las bulas.
(64) Documento en el que el Obispo o Arzobispo de una Diócesis concedía indulgencias o
privilegios o eximía de ciertas obligaciones como ayunar en Cuaresma.
(65) Los bulderos contrataban a frailes y curas para que motivaran a la gente a comprar bulas.
(66) Lengua derivada del latín, como el castellano.
(67) Las reverendas eran cartas de recomendación de un Obispo a otro, se llamaban así porque empezaban «Reverendo en Cristo...». Mediante estas recomendaciones fueron ordenados sacerdotes algunos ignorantes que, en tono de burla, eran conocidos como «reverendos».
Cuando por las buenas no le compraban las bulas, utilizaba trucos y artimañas. Y como sería largo de contar todos los que le vi hacer, diré uno muy ingenioso y gracioso, con el cual probaré su inteligencia.
En la Sagra de Toledo había predicado dos o tres días y no le habían tomado bula, ni a mi ver tenían intención de tomarla. Una noche, en la posada, después de cenar, se jugó la cena con
el alguacil. Discutieron y llamó al alguacil ladrón y el otro a él falsario. El señor comisario, mi señor, tomo una lanza y el alguacil echó mano de su espada. Al ruido y voces que todos dimos, acudieron los huéspedes y vecinos. Ellos, muy enojados, procuraban desembarazarse de los que en medio estaban, para matarse. Mas como la casa estaba llena de gente, viendo que no podían enfrentarse con las armas, se insultaban y el alguacil dijo a mi amo que era un falsario y que las bulas que predicaba eran falsas. Finalmente, los del pueblo, se llevaron al alguacil a otra parte. Y así quedó mi amo muy enfadado.
A la mañana siguiente, mi amo fue a la Iglesia y mandó llamar a todo el pueblo. Todos murmuraban de las bulas, diciendo que eran falsas y que el mismo alguacil lo había descubierto; de manera que si no tenían ganas de tomarlas, con aquello las aborrecieron.
Mi amo se subió al púlpito y comenzó su sermón y a animar la gente a que no quedasen sin el bien e indulgencia de la Santa bula. Estando en lo mejor del sermón, entró por la puerta de la
Iglesia el alguacil y, en cuanto rezó, se levantó y con voz potente comenzó a decir:
- Buenos hombres, yo vine aquí con este estafador que me engañó diciendo que si le favorecía en este negocio partiríamos la ganancia(68). Pero arrepentido de lo que iba a hacer declaro que las bulas que predica son falsas y que no le creáis ni las toméis que yo no soy parte en ellas y que desde ahora renuncio a mi cargo.
En cuanto acabó de hablar el alguacil mi amo se hincó de rodillas en el púlpito y mirando al cielo, dijo así:
- Señor Dios, Tú sabes la verdad y cuán injustamente me han ofendido. Por mi parte lo perdono. Mas la ofensa a ti hecha, te suplico que no la perdones porque si alguno de los que están aquí había pensado tomar esta Santa bula, al oír las falsas palabras de aquel hombre, lo dejará de hacer. Y como es tanto el perjuicio, te suplico, Señor, que hagas un milagro y que, si es verdad lo que aquel dice y que yo traigo maldad y falsedad, este púlpito se hunda conmigo debajo de la tierra y jamás aparezcamos y que si es verdad lo que yo digo que el alguacil sea castigado.
En cuanto mi amo acabó su oración, el alguacil se desplomó y dio tal golpe en el suelo que resonó en toda la iglesia y comenzó a dar rugidos y echar espuma por la boca y a torcerla y hacer gestos con la cara y a mover los pies y las manos, revolcándose por el suelo.
El estruendo y voces de la gente era tan grande que no se oían unos a otros. Algunos estaban espantados y temerosos. Unos decían:
- El Señor le socorra y valga.
Y otros:
- Se lo merece porque levantaba falso testimonio.
Finalmente, algunos de los que allí estaban, a mi parecer con mucho miedo, le sujetaron los brazos y las piernas y así le tuvieron un gran rato.
(68) Repartirían los beneficios entre los dos.
Mientras tanto, mi amo estaba en el púlpito de rodillas, con las manos y los ojos puestos en el cielo, sin que el ruido y las voces que había en la Iglesia pudieran apartarle de su divina contemplación.
Aquellos buenos hombres, dando voces, le despertaron y le suplicaron que socorriese al alguacil que se estaba muriendo. Mi amo, como quien despierta de un dulce sueño, los miró y muy tranquilamente les dijo:
- Buenos hombres, puesto que Dios nos manda que perdonemos las injurias, vamos todos a suplicarle que perdone a éste que le ofendió.
Y así bajó del púlpito y, muy devotamente, pidió a Nuestro Señor que perdonase a aquel pecador y le devolviera la salud y el sano juicio, sacándole el demonio que le había poseído. Todos se
hincaron de rodillas delante del altar y comenzaron a cantar en voz baja una letanía. Trajeron la Cruz y el agua bendita y mi amo comenzó una oración tan larga como devota, con la cual hizo
llorar a toda la gente.
Y hecho esto, mandó traer la bula y se la puso en la cabeza y entonces el pecador del alguacil comenzó, poco a poco, a encontrarse mejor. Y en cuanto recobró la conciencia se echó a los pies de mi amo y le pidió perdón y confesó haber dicho aquello por orden del demonio, porque el demonio no quería el bien que allí se hacía a los que tomaban la bula. El señor mi amo le perdonó y el pueblo entero corrió a tomar la bula: marido y mujer, hijos e hijas, mozos y mozas.
Se divulgó la noticia por los pueblos cercanos y cuando a ellos llegábamos, no era necesario sermón ni ir a la Iglesia. A la posada venían a tomar la bula como si fuera de balde(69).
Cuando esto ocurrió confieso que, como otros muchos, creí que así había ocurrido, pero al ver las risas y burlas que mi amo y el alguacil hacían con el negocio, me di cuenta del engaño y pensé para mí: «¡cuántas de estas deben hacer estos burladores entre la gente inocente!».
Estuve con este, mi quinto amo, cerca de cuatro meses, en los cuales pasé también bastantes fatigas, aunque me daba bien de comer a costa de los curas y otros clérigos donde iba a predicar.
(69) Gratis.