Con inminente riesgo de su vida,
un Ciervo se escapó de la batida,
y en la quinta cercana, de repente,
se metió en el establo incautamente.
Dícele un Buey: «¿Ignoras, desdichado,
que aquí viven los hombres? ¡Ah, cuidado!
Detente, y hallarás tanto reposo
como perdiz en boca de raposo».
El Ciervo respondió: «Pero, no obstante,
dejadme descansar algún instante,
y en la ocasión primera
al bosque espeso emprendo mi carrera».
Oculto entre el ramaje permanece.
A la noche el boyero se aparece;
al ganado reparte el alimento,
nada divisa; sálese al momento.
El mayoral y los criados entran,
y tampoco le encuentran.
Libre del aquel apuro,
el Ciervo se contaba por seguro.
Pero el Buey más anciano
le dice: «¡Qué! ¿Te alegras tan temprano?
Si el amo llega, lo perdiste todo.
Yo le llamo Cien-ojos por apodo.
Más, ¡chitón, que ya viene!»
Entra Cien-ojos, todo lo previene;
a los rústicos dice: «¡No hay consuelo!
¡Las colleras tiradas por el suelo;
limpio el pesebre, pero muy de paso;
el ramaje muy seco y muy escaso!
Señor mayoral, ¿es éste buen gobierno?»
En esto mira el enramado cuerno
del triste ciervo; grita, acuden todos
contra el pobre animal de varios modos,
y a la rústica usanza
se celebró la fiesta de matanza.
Esto quiere decir que el amo bueno
no se debe fiar del ojo ajeno.