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LAZARILLO DE TORMES PARA NIÑOS

RESUMEN DEL TRATADO PRIMERO

Lázaro nació en el río Tormes, de ahí su sobrenombre. Cuando tenía ocho años, su padre fue acusado de robar trigo en el molino donde trabajaba y condenado a partir en una expedición contra los moros en la que falleció. Lázaro y su madre se fueron a vivir a Salamanca, donde malvivían de lo poco que su madre ganaba cocinando y lavando la ropa de estudiantes y mozos de caballos. Su madre comenzó a tener relaciones con un mozo negro. Al poco nació un hermano mulato. El negro fue condenado por ladrón y quedaron otra vez solos.
Cuando Lázaro se hizo adolescente un ciego le pidió a su madre que le sirviera de guía. Su madre aceptó pensando que Lázaro viviría mejor con el ciego que con ella, pero el ciego era muy avaro y lo mataba de hambre. Un buen día Lázaro no pudo aguantar más y dejó al ciego.


TRATADO PRIMERO

Sepa Vuestra Merced que a mí me llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río Tormes, de donde viene mi sobrenombre y ocurrió de esta manera: mi padre trabajaba llevando trigo a un molino que está en la ribera de aquel río y estando mi madre preñada de mí, una noche en el molino, se puso de parto y me parió allí. De manera que, en verdad, puedo decir que he nacido en el río.


Cuando yo tenía ocho años, achacaron a mi padre ciertas sangrías(1) hechas en los sacos de los que allí a moler venían, por lo que fue preso y confesó y no negó y fue condenado. En este tiempo se preparó un ejército contra los moros, en el cual fue mi padre con cargo de acemilero(2) de un caballero y con su señor, como leal criado, falleció.

(1) El padre de Lázaro robaba parte de los sacos de trigo que llevaba al molino.
(2) Acemilero es el encargado de los caballos y mulos de un señor. Deriva de «acémila» o mula.


Mi madre viuda, como sin marido y sin abrigo se viese, se fue a vivir a Salamanca y alquiló una casa y guisaba para ciertos estudiantes y lavaba la ropa a ciertos mozos de caballos del Comendador de la Magdalena, de manera que fue frecuentando las caballerizas. Ella y un hombre negro de aquellos que cuidaban las bestias, vinieron en conocimiento.
A mí al principio no me gustaba y le tenía miedo, viendo el color y mal gesto que tenía; mas cuando vi que con su venida mejoraba el comer, le fui apreciando porque siempre traía pan, pedazos de carne y en el invierno leños, con los que nos calentábamos. De manera que mi madre vino a darme un negrito muy bonito, con el cual yo jugaba y ayudaba a calentar. Y recuerdo que, estando el negro de mi padre jugando con el mozuelo, como el niño veía a mi madre y a mí blancos y a él no, huía de él con miedo y señalando con el dedo decía:
- ¡Madre, coco!
Respondió él riendo:
- ¡Hideputa!
Yo, aunque era un niño, noté que «aquella palabra» se refería a mi hermanico, y dije para mí: «¡Cuantos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mismos!».


Quiso nuestra mala fortuna que lo que hacía el Zaide, que así se llamaba el negro, llegó a oídos del mayordomo del Comendador y se descubrió que robaba la mitad de la cebada que para las bestias le daban y además salvado, leña, almohazas(3) y mandiles y fingía que se perdían las mantas y sábanas de los caballos y cuando otra cosa no tenía, las bestias desherraba y todo el dinero que sacaba se lo daba a mi madre para criar a mi hermanico. Y se demostró cuanto digo y aún más, porque a mí con amenazas me preguntaban y como niño respondía y descubría cuanto sabía con miedo, hasta ciertas herraduras que vendí a un herrero por mandado de mi madre. Al triste de mi padrastro azotaron y pringaron(4) y a mi madre le pusieron por pena, además del acostumbrado centenario(5) que no entrase en casa del Comendador ni que acogiese en su casa al lastimado Zaide.

(3) Cepillos para limpiar el pelo a los caballos.
(4) Pringar consistía en derretir tocino sobre las heridas producidas por los azotes.
(5) 100 azotes.


Mi madre se fue a servir a los que vivían en el mesón de la Solana(6) y allí, padeciendo mil importunidades, se acabó de criar mi hermanico hasta que supo andar y yo hasta ser buen mozuelo, que iba a los huéspedes por vino y candelas y por lo demás que me mandaban. En este tiempo vino a hospedarse en el mesón un ciego, el cual, pareciéndole que yo serviría para guiarle, me pidió a mi madre y ella me encomendó a él, diciéndole que yo era hijo de un buen hombre que había muerto en la batalla de los Gelves(7) y que ella confiaba en Dios que yo no saldría peor hombre que mi padre y que le rogaba me tratase bien y mirase por mí, pues era huérfano. Él le respondió que así lo haría y que me recibía no por mozo sino por hijo. Y así comencé a servir y guiar a mi «nuevo y viejo» amo.
Estuvimos en Salamanca algunos días, pero como mi amo no estaba contento con las ganancias, decidió irse de allí y antes de marcharnos yo fui a despedirme de mi madre y, ambos llorando, me dio su bendición diciendo:
- Hijo, ya sé que no te veré más. Procura ser bueno y que Dios te guíe. Te he criado y con buen amo te he puesto. Desde ahora tienes que valerte por ti mismo.

(6) Era un famoso mesón que estaba en el edificio del actual Ayuntamiento de Salamanca.
(7) Batalla contra los turcos en la que murieron gran parte de las tropas cristianas.


Y así me fui con mi amo, que esperándome estaba. Salimos de Salamanca y llegando al puente, el ciego me mandó que me acercara al animal de piedra que tiene forma de toro y allí puesto, me dijo:
- Lázaro, apoya el oído a este toro y oirás gran ruido dentro de él.
Yo simplemente llegué, creyendo ser así y cuando sintió que tenía la cabeza sobre la piedra, cerró la mano y me dio un gran golpe contra el toro que más de tres días me duró el dolor de la cornada y me dijo:
- Necio, aprende que el mozo del ciego ha de saber un poco más que el diablo.
Y rió mucho la burla.
Me pareció que en aquel instante desperté de la simpleza en que, como niño, dormido estaba. Dije para mí: «Verdad dice este, que tengo que estar atento y espabilar, pues estoy solo y debo pensar en valerme por mí mismo».
Comenzamos nuestro camino y en muy pocos días me enseñó jerigonza(8) y como veía que yo aprendía rápido, disfrutaba mucho y decía:
- Yo ni oro ni plata te puedo dar, pero consejos para vivir muchos te enseñaré.
Y fue así que, después de Dios, éste me dio la vida y siendo ciego me alumbró y adiestró en la carrera de vivir.

(8) Lenguaje o jerga de los ciegos para entenderse entre ellos.


Sepa Vuestra Merced que desde que Dios creó el mundo, a nadie hizo tan astuto y sagaz como a mi amo. En su oficio era un águila; más de cien oraciones sabía de memoria: un tono bajo, reposado y muy sonable que hacia resonar la iglesia donde rezaba, un rostro humilde y devoto que ponía cuando rezaba, sin hacer gestos con la boca ni los ojos, como otros suelen hacer. Además tenía otras mil formas y maneras para sacar el dinero. Decía saber oraciones para muchos y diversos efectos: para mujeres que no parían, para las que estaban de parto, para las que eran malcasadas que sus maridos las quisiesen bien, echaba pronósticos a las preñadas, si traía hijo o hija. Pues en caso de medicina, decía que Galeno(9) no supo la mitad que él para muela, desmayos o males de madre.
Finalmente, si alguien le decía padecer alguna enfermedad enseguida le decía:
- Haced esto, haced esto otro, coged tal hierba, tomad tal raíz.
Con todo esto tenía a todo el mundo tras él, especialmente las mujeres, que creían todo cuanto les decía. De ellas sacaba él grandes provechos con las artes que digo y ganaba más en un mes que cien ciegos en un año.

(9) Famoso médico griego del siglo II.


Pero también quiero que sepa Vuestra Merced que, con todo lo que ganaba, jamás conocí un hombre tan avariento y mezquino, tanto que me mataba de hambre y no me daba lo necesario para comer.
Digo verdad: si con mi ingenio y habilidad no me hubiera sabido remediar, muchas veces me habría muerto de hambre; pero a pesar de su saber y astucia yo le engañaba de tal forma que siempre, o las más veces, me llevaba lo mejor. Para esto le hacía burlas endiabladas, de las cuales contaré algunas, aunque no todas a mi favor.


Él traía el pan y todas las otras cosas en una talega que cerraba con una argolla de hierro y un candado con llave y al meter y sacar todas las cosas lo hacía con gran vigilancia y lo contaba todo tanto que no había hombre en todo el mundo capaz de quitarle una migaja. Yo tomaba la miseria que él me daba, la cual en menos de dos bocados era despachada.
Después que cerraba el candado y se descuidaba pensando que yo estaba dedicándome a otras cosas, yo descosía una costura de la talega y por allí sangraba(10) la avarienta talega, sacando buenos pedazos de pan, torreznos y longaniza y después la volvía a coser para que no se diera cuenta del robo.

(10) Robaba.


Yo le sisaba(11) y hurtaba todas las medias blancas(12) que podía y cuando le mandaban rezar y le daban una blanca(12), como él no veía yo la recogía y me la llevaba a la boca donde tenía una media blanca preparada y rápidamente cambiaba las monedas(13). Se quejaba el ciego, porque al tocar la moneda conocía y sentía que no era blanca entera y decía:
- ¿Qué diablo es esto que desde que conmigo estás sólo me dan medias blancas y antes muchas veces me pagaban con una blanca o un maravedí(12)? En ti debe estar esta desdicha.
Entonces él acortaba el rezo y no acababa la oración, porque me tenía mandado que en cuanto se fuera el que la mandaba rezar, le tirase de la capucha de la capa. Yo así lo hacía. Luego él volvía a dar voces, diciendo:
- ¿Mandan rezar tal y tal oración?

(11) La sisa es la parte que se defrauda o se hurta, especialmente en la compra diaria.
(12) Los «maravedís», las «blancas» y las «medias blancas» son monedas de aquella época.
(13) Lázaro recogía las monedas que le daban al ciego y, según la costumbre, las besaba. Ese era el momento que aprovechaba para cambiar las «blancas» por «medias blancas» que tenían la mitad de valor.


El lazarillo de Tormes.

Solía poner junto a él un jarro de vino cuando comíamos y yo rápidamente lo asía y le daba un par de besos callados(14) y lo dejaba en su sitio. Pero aquello duró poco porque se daba cuenta de la falta y por reservar su vino a salvo nunca soltaba el jarro, siempre lo tenía por el asa sujeto. Pero yo con una paja larga de centeno, que metía en la boca del jarro, chupaba el vino y lo dejaba a buenas noches(15). Pero como fuese el traidor tan astuto, pienso que se dio cuenta y desde entonces colocaba su jarro entre las piernas y lo tapaba con la mano y así bebía seguro. Yo, como estaba hecho al vino, moría por él y viendo que aquel remedio de la paja ya no me valía, decidí hacer un agujero en el suelo del jarro y taparlo con cera y a la hora de la comida, fingiendo tener frío, me colocaba entre las piernas del ciego a calentarme en la pobrecilla lumbre que teníamos y al calor de ella se derretía la cera y comenzaba el jarro a destilarme vino en la boca, la cual yo de tal manera ponía que no se perdía ni una sola gota. Cuando el ciego iba a beber, no hallaba nada: se espantaba y maldecía no sabiendo qué podía ser.
- No diréis que lo bebo yo-le decía-, pues no lo soltáis de la mano.
Tantas vueltas y tientos dio al jarro que halló el agujero y cayó en la burla. Pero lo disimuló como si no se hubiera enterado y al día siguiente, teniendo yo rezumando mi jarro como solía, estando recibiendo aquellos dulces tragos, mi cara puesta hacia el cielo, un poco cerrados los ojos por mejor gustar el sabroso licor, sintió el desesperado ciego que era el momento de vengarse y con toda su fuerza, alzando con dos manos aquel dulce y amargo jarro, lo dejó caer sobre mi boca, ayudándose de todo su poder, de manera que yo que estaba descuidado y gozoso, verdaderamente me pareció que el cielo, con todo lo que en él hay, me había caído encima. Fue tal el golpe que perdí el sentido y el jarrazo tan grande, que los pedazos de él se me metieron por la cara, rompiéndomela por muchas partes y me quebró los dientes, sin los cuales hasta hoy en día me quedé.
Desde aquella hora quise mal al mal ciego y aunque me quería y regalaba y me curaba, bien vi que había disfrutado del cruel castigo. Me lavó con vino las roturas que con los pedazos del jarro me había hecho y sonriéndose decía:
- ¿Qué te parece, Lázaro? Lo que te enfermó te sana y da salud.
Y otras gracias que para mí no lo eran.

(14) Le daba un par de tragos sin que se enterara el ciego.
(15) Se bebía casi todo el vino.


Ya que estuve medio bueno de mis negros cardenales, decidí dejar al ciego; pero preferí hacerlo cuando más me interesara. Y aunque yo quisiera perdonarle el jarrazo, no podía por el mal trato que el mal ciego desde entonces me daba que sin causa ni razón me hería, dándome coscorrones y tirones del pelo. Y si alguno le preguntaba por qué me trataba tan mal, le contaba el cuento del jarro, diciendo:
- ¿Pensaréis que este mi mozo es algún inocente? No creo que el demonio inventara otra hazaña peor.
Santiguándose los que lo oían, decían:
- ¡Mira, quien pensara de un muchacho tan pequeño tal ruindad!
Y reían mucho lo que contaba y le decían:
- Castigadlo, castigadlo, que Dios os lo premiará.
Y él con aquello nunca otra cosa hacía. Y en esto yo siempre le llevaba por los peores caminos y a propósito, por hacerle mal y daño: si había piedras, por ellas, si lodo, por lo más alto; que me alegraba a mí quebrarme un ojo por quebrar dos al que ninguno tenía. Con esto con la garrota me pegaba en el cogote, el cual siempre traía lleno de chichones y aunque yo juraba no hacerlo con malicia, sino por no hallar mejor camino, el ciego no me creía: tal era el sentido y el grandísimo entendimiento(16) del traidor.

(16) Inteligencia.


Y porque vea Vuestra Merced a cuanto se extendía el ingenio del astuto ciego, contaré un caso de muchos que con él me ocurrieron, en el cual me parece dio bien a entender su gran astucia. Cuando salimos de Salamanca nos dirigimos a tierra de Toledo, porque decía ser la gente más rica, aunque no muy limosnera. Se arrimaba a este refrán: «Más da el duro que el desnudo»(17).
Donde hallaba buena acogida y ganancia, nos deteníamos. Donde no, al tercer día nos íbamos.
Sucedió que llegando a un lugar que llaman Almorox, estaban recogiendo uvas y un vendimiador le dio un racimo en limosna y como suelen ir los cestos maltratados y también porque las uvas en aquel tiempo están muy maduras, al echarlas a la talega se deshacían. Decidió hacer un banquete, por no poderlas llevar, más que por contentarme que aquel día me había dado muchos rodillazos y golpes. Nos sentamos en una valla y dijo:
- Ahora quiero yo usar contigo de una liberalidad y es que ambos comamos este racimo de uvas y que tengas de él tanta parte como yo. Lo repartiremos de esta manera: tú picaras una vez y yo otra. Con tal que me prometas no tomar cada vez más de una uva, yo haré lo mismo hasta que lo acabemos y de esta manera no habrá engaño.
Hecho así el acuerdo, comenzamos tomando las uvas de una en una, mas el traidor cambió de propósito y comenzó a tomar las uvas de dos en dos, considerando que yo debería hacer lo mismo. Pero yo no me contenté con hacer lo mismo que él y empecé a tomar las uvas de tres a tres y como podía las comía.
Acabado el racimo, estuvo un poco con el escobajo en la mano y meneando la cabeza dijo:
- Lázaro, me has engañado: juraré yo a Dios que tú has comido las uvas de tres en tres.
- No las comí así -dije yo- pero ¿por qué sospecháis eso?
Respondió el astuto ciego:
- ¿Sabes por qué creo que las comiste de tres en tres? Porque yo las comía de dos en dos y tú callabas.
A lo cual yo no respondí.

(17) El refrán quiere decir que de alguien que tiene se puede sacar algo aunque no esté dispuesto a compartir, pero del que nada tiene poco se puede esperar.


Estábamos en Escalona, en un mesón y me dio un pedazo de longaniza para que la asase y mandó que fuese a por un maravedí de vino a la taberna. Había cerca del fuego un nabo pequeño, larguillo y tan ruinoso que, por no valer para la olla, debió ser tirado allí. Como en el mesón estábamos los dos solos y me vi con apetito goloso por el sabroso olor de la longaniza, de la cual yo sabía que no había de gozar, mientras el ciego sacaba de la bolsa el dinero, saqué la longaniza del asador y rápidamente metí el nabo, el cual mi amo tomó y comenzó a dar vueltas al fuego, queriendo asar al que de ser cocido por sus deméritos había escapado(18).
Yo fui por el vino, con el cual no tarde en despachar la longaniza y cuando volví hallé al pecador del ciego que tenía el nabo apretado entre dos rebanadas de pan, al cual aún no había conocido por no haberlo tocado con la mano. Cuando mordió las rebanadas pensando en llevar también parte de la longaniza, se quedó frío con el frío nabo, se alteró y dijo:
- ¿Qué es esto, Lazarillo?
- ¡Desgraciado de mí! -dije yo-. ¿Queréis culparme de algo? ¿Yo no vengo de traer el vino? Alguien estaba ahí y por burlar haría esto.
- No, no -dijo él-, que yo no he dejado el asador de la mano; no es posible.
Yo volví a jurar y perjurar que estaba libre de aquel cambio; pero de poco me sirvió, porque nada se escapaba a la astucia del maldito ciego. Se levantó y me asió por la cabeza y llegó a olerme el aliento y metía en mi boca su nariz, que tenía larga y afilada y con el enojo se había aumentado un palmo, con el pico de la cual me llegó a la campanilla. Y con esto y con el gran miedo que tenía y como la negra longaniza aún no había hecho asiento en el estomago y lo más principal, con la enorme nariz casi ahogándome, todas estas cosas se juntaron y fueron la causa de que la longaniza y el vino fueran devueltos a su dueño: de manera que antes que el mal ciego sacase de mi boca su trompa, tal alteración sintió mi estomago que la negra y malmascada longaniza salió de mi boca(19).
¡Oh, gran Dios, quién estuviera en aquella hora sepultado, porque muerto ya lo estaba! Fue tal el coraje del perverso ciego que, si al ruido no acudieran las gentes, pienso que no me dejara con vida. Me sacaron de entre sus manos, dejándoselas llenas de los pocos cabellos que me quedaban. Yo le dejé arañada la cara y rasguñado el pescuezo y la garganta y esto bien lo merecía, pues por su maldad me venían tantas persecuciones.
Contaba el mal ciego, una y otra vez, a todos cuantos allí llegaban mis desastres, así la del jarro como la del racimo y ahora lo presente. Eran tan grandes las risas que toda la gente que por la calle pasaba entraba a ver la fiesta y con tanta gracia y donaire contaba y recontaba el ciego mis hazañas que, aunque yo estaba tan maltratado y llorando, me parecía que no hacía justicia por no reírselas.
Se hicieron amigos nuestros la mesonera y los que allí estaban y con el vino que para beber le había traído, me lavaron la cara y la garganta, a lo que decía el ciego:
- En verdad, más vino me gasta este mozo en lavatorios al cabo del año que lo que yo bebo en dos. Le debes más, Lázaro, al vino que a tu padre, porque él una vez te engendró, mas el vino mil veces te ha dado la vida.
Y luego contaba cuantas veces me había descalabrado y desgarrado la cara y con vino luego sanaba.

(18) El ciego estaba asando el nabo porque Lázaro se lo había cambiado por la longaniza.
(19) Lázaro vomitó la longaniza encima del ciego.


Visto esto y las malas burlas del ciego, determiné dejarle. Al día siguiente salimos por la villa a pedir limosna. Había llovido mucho la noche de antes y por el día también llovía. Andaba el ciego rezando debajo de unos soportales que en aquel pueblo había, donde no nos mojábamos, pero como se hacía de noche y no paraba de llover, me dijo:
- Lázaro, este agua es muy mala, está llegando la noche y cada vez llueve más. Regresemos ya a la posada.
Para ir allá, teníamos que pasar un arroyo que con lo que había llovido traía mucha agua. Yo le dije:
- El arroyo va muy ancho; pero si queréis, yo sé por donde atravesarlo sin mojarnos, porque se estrecha allí mucho y saltando pasaremos sin mojarnos los pies.
Le pareció buen consejo y dijo:
- Discreto eres; por esto te quiero bien. Llévame a ese lugar donde el arroyo se estrecha que ahora es invierno y sabe mal el agua y más llevar los pies mojados.


Yo, cuando vi que accedió a mis deseos, le saqué de debajo de los soportales y lo puse enfrente de un poste de piedra que en la plaza estaba, sobre el cual y sobre otros cargaban saledizos de aquellas casas y le dije:
- Este es el paso más estrecho que en el arroyo hay.
Como llovía mucho y el ciego se mojaba y con la prisa que teníamos de escapar del agua que nos caía encima y, lo más principal, porque Dios le cegó en aquella hora el entendimiento (fue por darme venganza), me creyó y dijo:
- Ponme bien derecho y salta tú el arroyo.
Yo le puse bien derecho enfrente del pilar y dando un salto me puse detrás del poste y le dije:
- ¡Sus! Saltad todo lo que podáis, para que caigáis a esta parte del agua.
Apenas lo había acabado de decir cuando el pobre ciego, echando un paso atrás para hacer mayor salto, se abalanzó como cabrón y con toda su fuerza arremetió y dio con la cabeza en el poste, que sonó tan recio como si diera con una gran calabaza y cayó luego para atrás, medio muerto y rajada la cabeza.
- ¿Cómo y oliste la longaniza y no el poste? ¡Oled! ¡Oled!
Le dije yo. Y allí lo dejé en manos de mucha gente que lo había ido a socorrer y tomé corriendo la puerta de la villa y antes de anochecer llegué a Torrijos.

© Francisco Briz Hidalgo
Todos los textos de «Lazarillo de Tormes para niños» han sido elaborados por Francisco Briz Hidalgo que tiene los derechos de autor reservados y no pueden ser reproducidos, ni parcial ni totalmente, sin autorización previa de su autor. Todos los textos pertenecen a su libro «Lazarillo de Tormes para niños»

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